5.24.2012

Capuchino

Atravesar el parque de los gatos, escuchar una pequeña pelea entre los árboles. Tres felinos pardos y la garúa que cae y moja la banca. Rumor en Miraflores, de la gente, de los autos, de tu propio cuerpo que choca con la ciudad mientras cruzas la pista y la estación lluviosa se declara suavemente. Trac trac, el paso de los oficinistas cansados, en un miércoles, alargados con sus portafolios y los televisores tras las vitrinas, con la cara del envejecido protagonista de La Naranja Mecánica. CSI Miami  y noticias de la minería. Ultraviolencia y besos, dale al café, abriendo el libro. El rápido trámite del capuchino sobre una mesa redonda en una escenografía de vodevil futurista. Ángeles y motocicletas en posters, barras de mármol y fierro forjado. Ligero jazz después de Beach House. Pídete una banda latina, el pase de la delicia, la tregua. Un capuchino vs la sensación de caída libre. No le vas a contar a nadie qué pasa. La garantía es esa espuma marrón tenue con canela molida en una taza frente a tu rostro que se entrega al instante como si de eso dependiera tu destino. Fiesta silenciosa. El capuchino contra los zombies, por ejemplo, dices. Un pretexto para hablar del Apocalipsis sin Marlon Brando, sin napalm. Sin fantasmagoría. 
Cuando se aproxima la chica que paga sus estudios, sirviendo café en esa especie de lugar warholiano,  te das cuenta que a ella le gusta trabajar allí y te alegras. Tararará, estás en un puzzle vivo, que se configura entre mesas, pasteles, aperitivos, piqueos hasta el Capuchino. Pequeño burgués y favorito. Mira el humo.

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